La actitud en el duelo – Ángela Ortiz Pérez madre de Marta


 

«La actitud es el pincel con el que la mente colorea nuestra vida y somos nosotros quienes elegimos los colores».

 Adam J. Jackson

        Los padres que hemos perdido un hijo podemos caer muy fácilmente en la apatía y mostrar una serie de conductas atípicas  que surgen como defensa a nuestro dolor.

     Objetivamente nuestra forma de actuar entra dentro de una clasificación lógica y natural, pero pasado un tiempo que no podemos especificar, lo esperado es que volvamos a reinsertarnos en la normalidad que teníamos antes del suceso. Por consiguiente, a lo largo del proceso de duelo, nuestro estado de sufrimiento experimentará cambios muy significativos que nos conducirán hacia una estabilidad. De no ser así, habría que cuestionarse si existen otros condicionantes además de la pérdida sufrida.

      Nuestro duelo no es una enfermedad mental ni entra dentro de ninguna patología específica. Podemos sentirnos abordados por la angustia y dejarnos vencer por el malestar al centrar nuestra mente únicamente en el hijo que nos falta, pero estamos sanos para poder vislumbrar nuestra manera de actuar y de sentir. Es por ello, por lo que a pesar de esa tendencia a la apatía, debemos armarnos de valor y ponernos en activo; entendiendo por activo, al padre o madre que aún permitiéndose sufrir se pone en disposición de sanar su herida.

      La terapia que necesitamos no entra dentro de ninguna escuela psicológica  porque va más allá de toda técnica. Las técnicas nos podrán aportar grandes beneficios ayudándonos a esclarecer sentimientos y a retomar modelos de conductas en un momento dado; pero nuestro dolor obedece a una sintomatología tan particular, que podemos convertir en terapia casi todo lo que hagamos durante el día si vamos con la finalidad de salir del atolladero, o desestimar todo avance si pensamos que ya nada tiene solución.

Experimentamos un desajuste emocional tan intenso que requerimos de una ayuda inmediata, porque de no ser así corremos el riesgo de convertir en crónico nuestro sufrimiento con todas las repercusiones negativas que conlleva. Nos pueden ayudar mucho las personas que hayan pasado por lo mismo que nosotros o las que sintonicen compasivamente con nuestro malestar, pero la mejor terapia de todas es la que nos proporcionemos nosotros mismos. Ésta nos viene dada por una fuerza que todos poseemos pero que no todos estamos dispuestos a utilizar: La actitud positiva.

      Al mencionar la palabra actitud me gustaría aclarar que lo que determina nuestros sentimientos sobre los sucesos que ocurren en nuestras vidas no son los propios sucesos en sí, sino el significado que le damos a éstos. Y aunque nos resulte paradójico, una forma de afrontar la tragedia es hallando algo positivo que tenga cierto significado en el dolor que nos aflige.

La actitud es la manera en que nos enfrentamos a un problema determinado. En nuestro caso, si tenemos la valentía de pensar que se puede «vivir» con lo que nos ha acontecido, y nos ponemos manos a la obra para comenzar a buscar soluciones, saldremos adelante. Pero si nos dejamos llevar por la apatía encerrándonos en nuestro dolor y pensando que ya nunca más volveremos a disfrutar de la vida, puede suceder que siempre llevemos presente el sello de nuestra desgracia.

La actitud no es algo que podamos manejar gustosamente a nuestra antojo; si fuese así nadie se deprimiría, y todo el mundo elegiría la opción que menos daño le produjese.

En términos generales, e independientemente de las muchas posibilidades que se puedan dar, lo más común es que haya personas tendentes a mostrar una actitud positiva ante determinadas desgracias, y otras que muestren todo lo contrario.

Evidentemente, esa manera de actuar se refleja en el duelo por un hijo. Por consiguiente, los padres que tengan una buena capacidad para resolver conflictos y hayan vivido con una actitud positiva, lo tendrán más fácil que los que no lo han hecho así; porque estos, en su paso por la vida habrán ido adquiriendo actitudes negativas que les van a incidir verdaderamente en su problema.

Si nos preguntamos ¿Por qué me ha tenido que pasar esto? ¿Qué voy a hacer yo ahora?… entramos en una dinámica debilitante que genera sentimientos de autocompasión, desesperación y depresión. Por el contrario, si en lugar de esas cuestiones nos planteamos otras más gratificantes, nuestros sentimientos serán muy diferentes. En nuestro caso, al ser inevitable hacernos todo tipo de planteamientos, lo más conveniente es tener siempre una buena respuesta, que nos pueda sacar de la aflicción.

        No obstante, y a pesar de toda la negatividad que podamos plantearnos, estoy convencida que la muerte de un hijo nos puede abrir un amplio abanico de discernimiento con el que muy posiblemente no contábamos antes del suceso. Además, por tratarse de un el hecho tan tremendo que extraordinariamente  revoluciona nuestros pensamientos y emociones, se da la paradoja  de que podríamos tener una oportunidad manifiesta para poder trabajarnos y renovarnos. Se que muchos padres podrán pensar que esa oportunidad estaría de más si su hijo estuviese presente, pero la muerte es una realidad que hay que afrontar de la mejor manera.

       Para experimentar un cambio es muy importante  aprender a darnos cuenta de lo que sentimos, y poner nombre a los sentimientos tratando de especificarlos claramente. De esa manera, lograremos comprendernos mejor y nos evitaremos daños innecesarios.

El proceso de pensamiento no es otra cosa que una serie de preguntas que nos planteamos consciente o inconscientemente desde que nos levantamos, las preguntas generan respuestas y las respuestas producen sentimientos.

Decir por ejemplo: «Me siento culpable, víctima» «Siento que he fracasado o que me han traicionado» «Siento envidia, rabia, ira, ganas de destruirlo todo, de que le pase algo malo al que me ha hecho daño»… son sentimientos muy comunes en el duelo que aunque no lo ejecutemos necesitamos definirlos para poder analizarlos. Lo importante es no engañarnos nunca. Pasado el tiempo, y una vez que estemos en disposición de poder hacerlo, habría que ir cambiando esas ideas que dan origen a tanta angustia, y comprobar que muy probablemente nos la ha generado porque nos hemos estado haciendo las  preguntas de manera equivocada. No se trata de obligarnos a sentir de otro modo, sino de estar a gusto con lo que sentimos, y eso sólo se consigue a través de plantearnos un buen propósito que nos convenza.

      También para experimentar un cambio es fundamental el análisis y visión de nuestra vida pasada, tratando de conocer y reconocer límites y condicionamientos externos que hayan podido influir en nosotros. Pero esta observación ha de llevarse a cabo sin críticas, sin sentimientos de culpabilidad hacia nosotros mismos o hacia los demás, sólo observando como han surgido o surgen los comportamientos por muy absurdos, negativos o dantescos que nos parezcan, y dándole al dolor lo que es capaz de soportar y a la mente lo que es capaz discernir.

      En definitiva, dos actividades básicas para encontrar un equilibrio durante el duelo pueden ser muy bien la de ir sanando nuestra herida profunda mediante el análisis de nuestro sufrimiento por un lado, y la de tratar de restaurar nuestra personalidad dañada mediante el análisis de nuestra expresión vital por otro.   Si lo hacemos así, con toda seguridad nos daremos cuenta que volveremos a reencontrarnos de nuevo, e incluso muy probablemente más evolucionados de lo que estábamos antes del suceso.

Un comentario en “La actitud en el duelo – Ángela Ortiz Pérez madre de Marta

  1. me siento identificada con sentir celos de las personas con hijos de mi edad, y lo k mas me duele celos de mi hermana y mis sobrinos. pero bueno por lo menos se k pasará, pasará? espero k si

Deja un comentario